15/11/2020

Las uvas de la ira

Escrito por Gonzalo Mañes

La pobreza asusta, aterra, también avergüenza, a este ahora que vivimos, adicto al despilfarro para domesticar su angustia, pobreza  que se enseñorea de nuestro presente y ante la cual el ciudadano, de ahí su terror, se encuentra indefenso, queriendo convencerse de que los excluidos que se arraciman en las colas del hambre y reciben las magras ayudas sociales, son responsables únicos de su estado, que a nadie con dos brazos le van a  faltar ocasiones para llenar el puchero y guarecerse bajo un techo…y sin embargo ahí están los testimonios que lo desmienten cada día y de los que cualquiera puede ser notario accidental. Recuerdo, por citar una de tantas, la peripecia, banal por repetida, de una mujer, la cincuentena pasada: todo comenzó, según contaba, con las desavenencias conyugales que se van agriado cada día un poco más, luego llega el divorcio mal vivido, el alcohol que nada arregla, la pérdida del empleo por “conducta desordenada”, la depresión, los impagos, las llamadas del banco, la ejecución de la hipoteca, el desahucio, la calle y la entrada en el infierno urbano de la mendicidad, el descenso atropellado hasta devenir invisible, una sombra desaseada y mal vestida en la que nadie repara, una más del ejercito de sombras,  y que yo conocí una tarde invernal, apagada, en un centro social de Bilbao.

Y no hay vacuna contra esta pandemia, ni mascarilla que proteja, y afecta a casi cualquiera, que en este nuevo siglo el virus de la miseria ha mutado tanto que incluso los otrora protegidos, la clase media, también está expuesta, nadie se salva. Allá en los albores de la anteúltima crisis, la del 2008,  recuerdo la arribada de los nuevos pobres a los que el oficio les entraba rápido, y que si en un primer momento guardaban algunos girones de su antiguo pudor, al poco todo era el desparpajo del excluido, del que ya nada espera, rebuscando febriles en los contenedores de basura o aguardando el cierre de los supermercados para aprovisionarse con las sobras del día, escenas que, desgraciadamente, volveremos a presenciar, cada uno en el lado que el azar o el destino le reserve.

Hay dos libros nacidos de otra crisis, y que merecen ser leídos, como espejo y memoria del presente: uno, el ensayo documental del periodista James Agee, ilustrado por el fotógrafo Walker Evans, “Elogiemos ahora a los hombres famosos” que respondiendo a un encargo de la revista…Fortune, compartieron durante dos meses del funesto 36, la  vida de escasez y despojo de dos familias de aparceros del sur de los Estados Unidos, aún bajo la resaca de la crisis del 29, dejando un lúcido testimonio de su mundo,  con el pudor bastante para no traspasar en ningún momento  la desnuda intimidad que les ofrecían aquellas familias, emblema de la otra América, la de los excluidos.

Hay otro, esta vez una novela, “Las uvas de la ira”, referida a la misma época y geografía, en la que su autor, John Steinbeck,  traza con mano maestra un lúcido y crudo retrato de la larga e interminable marcha de los desheredados hacia la tierra prometida, California, dejando atrás las replicas del terremoto económico del 29, la miseria en el corazón mismo de la opulencia…el fracaso del “American dream”.

Y aunque no hay vacunas ni soluciones mágicas para frenar el empobrecimiento acelerado de nuestras sociedades que corre paralelo a una acumulación de capitales en manos de un puñado, como nunca se había dado, hay alternativas, como quiso serlo, a pesar de la improvisación, de su ingenuidad, de la falta de “profesionalismo”, ese atisbo de revuelta ciudadana que alumbró el 2011,  devorado luego por la “realpolitik”, y que al menos mostró que debajo de esa costra de indiferencia, de lasitud, de resignación que parece recubrirlo todo, se agitan y viven aún deseos de resistencia, de utopía, de lucha…y llegados a este punto, que se me acaba el espacio, por qué no aplicar el consejo de Bandrés cuando afirmaba socarrón que para alcanzar una farola a veces hay que apuntar a la luna…apuntemos a la luna.