07/03/2012

Franco ha vuelto

Escrito por Enrique Hoz

Cuando yo tenía nueve años Franco murió. No quiero decir con ello que el hecho de mi edad tuviese una incidencia directa en que ese individuo pasase a ser un fiambre, simplemente fue una coincidencia de la época. Lo digo para despejar cualquier duda sobre mi implicación en su muerte, aunque ahora, con la perspectiva del tiempo, y si he de ser “franco”, me atrevería a decir que tampoco me hubiese importado.

No recuerdo con claridad el ambiente que se respiraba en mi barrio por aquellos días, pero sí tengo grabadas en mi mente las imágenes que vi por la televisión, ese electrodoméstico endiosado hoy hasta límites inimaginables que por aquel entonces no pasaba de emitir en blanco y negro a través de su primer canal y su UHF, llamado hoy la 2. Por cierto, tras años de intriga por su significado un buen día descubrí que UHF eran las siglas del inglés Ultra High Frequency. Esto último no viene a cuento pero un poco de cultura nunca está de más.

Con la inocencia e ingenuidad que pueden tenerse con tan solo nueve años, le abrasaba a preguntas a mi padre que, en la mayoría de los casos, me respondía con evasivas pues daba por hecho que no lo iba a entender. Cierto, no me enteraba de nada. Lo que veía en la caja tonta me dejaba contrariado. La división simplista entre buenos y malos fruto de jugar a policías y ladrones o a indios y vaqueros, requería de un análisis cuya complejidad era excesiva para mi edad. Mi razonamiento era tan sencillo como el mecanismo de un chupete: el malo, Franco, había muerto de viejo, luego tenía que poner a otro malo en su lugar, no podía poner a uno bueno porque entonces el malo ya no sería malo, tampoco bueno, pero sí tonto, así que, para que no se rompiese mi esquema, uno bueno sólo podía acceder si los buenos ganaban a los malos y como no había visto que el día anterior hubiese una guerra entre buenos y malos… Resumiendo, no era entendible que los malos les pasasen los trastos a los buenos porque sí. No comprendía que de una Dictadura se fuese a una Democracia así, sin más, de ahí que mi padre optase por darme largas ante el bombardeo de preguntas, cuyas respuestas ante mi ignorancia no hacían más que generar nuevas preguntas hasta que llegaba el momento en el que la acertada opción de mi padre era decirme que lo dejase. Qué paciencia tuvo que gastar el hombre. Entender la carga ideológica que intrínsecamente reside en las palabras Dictadura y Democracia me quedaba muy grande.

Observaba el revuelo televisivo y la verdad es que me desbordaba. Notaba cierta preocupación en mi madre y a mi padre se le escapa un recuerdo poco amistoso de la madre de alguien cuando emitían imágenes de Franco y de los que le veneraban. La complejidad del mundo de los mayores estaba fuera de mi alcance. Sirva como ejemplo lo sorprendente que me resultó ver cómo instantes previos a introducir el féretro con el cadáver de Franco en su sepultura del Valle de los Caídos, le preguntaban a uno de los allí presentes si juraba que el cuerpo que se encontraba en la caja pertenecía al Generalísimo, contestando entre sollozos que sí, que lo juraba. Vamos a ver, decía yo, ¿tan complicado es levantar la tapa y mirarlo?

Ahora, cuando van a cumplirse 37 años desde tan significativas fechas, tengo más que claras las respuestas a aquellas infantiles preguntas y me atrevería a decir que aquellas interrogantes que rondaban mi cabeza las podría formular hoy, tanto con distintas palabras como con una composición gramatical diferente, adquiridas gracias al crecimiento y a la madurez, pero sin perder la esencia de lo que buscaban: ¿Cómo puede pasarse de una Dictadura a una Democracia sin más, como quien cruza con toda tranquilidad un puente de un lado a otro?

La respuesta, blanco y en botella, es que nunca se produjo ese trasvase. La Dictadura siempre ha estado ahí y la Democracia nunca ha sido real, si acaso un cutre espejismo. La Dictadura no sólo era Franco. Este tipejo representaba la punta del iceberg. La Dictadura no se fue, pasó a stand by, conservó su estructura, sus adeptos continuaron su placentera existencia y la Democracia… ¡ay! la Democracia… ¡qué tendrá la Democracia para que quienes se autocalifican como demócratas sean los que menos la ponen en práctica! La Democracia no fue más que eso, una palabra en boca de muchos. Molaba ser progre, “izquierdosillo”, cuando en realidad no se hizo más que edulcorar el Sistema. Como reza el eslogan “Vivimos en Democracia con la condición de no usarla”. Te aflojan una pizca los grilletes y te crees libre. Vana ilusión.

Desde entonces, la Dictadura se ha dotado de los diferentes tontos útiles de la política para marcarles la hoja de ruta. Dictadura y Democracia tienen en común que empiezan por la letra “d”, nada más, y para mantener la primera fingiendo poner en práctica la segunda no hay más que diseñar un calendario de ajustes y designar a las marionetas que lo llevarán a cabo. En las urnas no se ejerce la Democracia, sólo se escoge a la marioneta de la Dictadura que va a poner nombre y rostro a los planes de ajuste. Así nos va. Estamos en 2012, con el PP, heredero sociológico del franquismo, henchido de ardor guerrero merced a esa mayoría parlamentaria que le otorga unas cotas de poder embriagadoras. Apenas un par de meses de nuevo Gobierno para empezar a asfaltar el terreno que le desbrozó el PSOE. Entre marionetas queda el juego.

Miro hacia atrás y no puedo evitar la imagen de Arias Navarro y su lacrimógeno “Españoles, Franco ha muerto”. No me cuesta nada imaginármelo de nuevo, aquí y ahora, anunciándonos con gorrito y matasuegras “Españoles, Franco ha vuelto”. Soy anarcosindicalista. No creo en resurrecciones de personas pero sí en resurgimientos de dinámicas más y más opresoras. Y vuelvo a pensar en buenos y malos, y en cómo me gustaría poder decirle a mi padre que ya entiendo lo que por mucho que hubiese intentado explicarme en 1975 jamás hubiera comprendido. Y sigo pensando en buenos y malos, como cuando era todo un niño, ahora que sólo soy un hombre.