25/07/2021

La heladera

Escrito por H. V. Alonso

Aquel sábado a la tarde el paseo de la playa estaba de bote en bote, parecía aquello una peregrinación hacia un lugar de culto, solo que en esta ocasión la gente pululaba en todos los sentidos; iban y venían, se paraban si algo llamaba su atención, detenían sus pasos si se encontraban con personas conocidas o amigas y charlaban un ratito sobre las vacaciones, el estado de salud de la familia, el calor, o se quejaban sobre lo concurrido que estaba ese lugar donde había demasiada gente sin ellos considerarse como tal. Aparte de los bares y restaurantes que casi siempre encontramos en este tipo de sitios donde podemos calmar la sed o el hambre, casi siempre a precios prohibitivos, se podían contar media docena de puestos de helados en el paseo. No daban abasto.

En la mayoría de esos cubículos no cabe más de una persona (algunos son furgonetas); impera la incomodidad, la temperatura no es ni mucho menos ideal y los movimientos de las personas que ahí trabajan están bastante limitados. Cuando te toca coincidir en turno y espacio con otra persona la actividad aumenta en penosidad, aunque si bien es verdad, a veces se agradece la compañía, el poder compartir el tiempo y las vicisitudes de las jornadas, en definitiva, alguien con quien hablar.

En uno de ellos se encontraba Valentina, una muchacha de 28 años a la que le había tocado trabajar 10 de las 30 horas que marcaba su contrato. La cola se prolongaba varios metros y ella casi ni levantaba la vista, ni hacia el mar, ni hacia nada. Llevaba tres meses ya en aquel habitáculo y sus piernas habían comenzado a lanzarle señales. Acaba la jornada agotada y con una sola idea en la cabeza: la cama. Llevaba algo más de una hora con necesidad de ir al servicio, pero claro, ¿cómo iba a cerrar el chiringuito con la cantidad de gente que había esperando? ¡Imposible!, se decía a sí misma una y otra vez. Escaparse a los baños públicos más cercanos le suponía no más de diez minutos dependiendo de la cola que allí hubiese, claro está, pero ni eso se podía permitir aquel día… Cuando estaba con la regla era absolutamente demencial.

Huelga decir que ninguna semana trabaja únicamente 30 horas. Casi todas llegan a las 40. Valentina no tiene una situación fácil en casa. Le gustaría poder dejarlo y conseguir algo más estable, menos lesivo, con un horario fijo para poder hacer planes, con un sueldo un poco más alto… Lamentablemente, no lo ha encontrado aún, pero sigue intentándolo pensando que algo surgirá. De momento, se aferra a ese trabajo como a un salvavidas porque de las cinco personas que viven en su casa, el suyo es uno de los dos sueldos que entran, y sin él, todo sería mucho más complicado.

Lo que peor lleva Valentina sin lugar a dudas, aparte del dolor de piernas y la incipiente tendinitis en su brazo derecho —reza por no tener que coger la baja porque está segura de que eso haría peligrar su renovación— es el trato que le dispensa una gran parte de la clientela. Lo de servir a los demás es siempre una actividad arriesgada pues te enfrentas a todo tipo de gente y a situaciones de lo más variopintas, tantas como personas, pero en ocasiones el trato recibido duele, humilla y te hace sentir que no vales nada. La misma sensación que ya había sentido en otros trabajos que había desempeñado anteriormente, a saber, reponedora en un supermercado, limpiadora en una caja de ahorros, buzoneadora de propaganda para una conocida marca de pizzas, etc. Siempre es lo mismo cuando perteneces a uno de esos sectores donde te conviertes en invisible, como ella distingue estas labores. Nadie te ve, nadie repara en ti, nadie presta atención. Precisamente por eso le minan especialmente la falta de educación y esa sensación de omnipotencia que nace en algunas personas por el simple hecho de pagar. Valentina está convencida de que la tan repetida y desacertada frase ‘el cliente siempre tiene la razón’ ha hecho mucho daño. Ser colombiana y que se note tampoco ayuda, cree ella, tras reflexionar sobre las diferentes manifestaciones racistas, porque las hay claras y contundentes o finas y apenas imperceptibles; estas últimas son más frecuentes de lo que podemos llegar a imaginar. Ella las sufre a diario.

Valentina sueña despierta con una vida mejor mientras sirve el enésimo helado de nata y fresa con chocolate fundido por encima a una mujer que amablemente le paga, le da las gracias y continúa su paseo.

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