13/01/2021

Infancias tuteladas

Escrito por H. V. Alonso

De vez en cuando aparece en nuestras vidas, como por arte de magia, y de una manera bastante fortuita, un asunto que nos deja en fuera de juego, algo de lo que no habíamos oído hablar con anterioridad y que se hace presente puntualmente y desaparece o se queda para siempre. Son lo que yo suelo llamar mundos paralelos. Todo un mundo, un cosmos que late ahí mismo, a la vuelta de la esquina pero que nos es completamente ajeno, ni siquiera advertimos su presencia. Existen un montón de mundos paralelos que no vemos. O quizás no queramos verlos... Algunos son tristes y dolorosos. Otros son simplemente insoportables.

 
En España hay unos 43000 menores tutelados por el estado. Las razones por las que un o una menor pasa a depender de las instituciones son casi siempre las mismas. Y no hace falta ser docta en la materia para imaginárselas; muerte de los progenitores, alcoholismo, drogodependencia, trastornos psíquicos o simplemente falta de medios. Esta última es especialmente lastimosa porque se trata de familias que soportan tal grado de pobreza, de miseria, que no pueden garantizar la mínima satisfacción de las necesidades de su prole. Son los propios progenitores los que realizan la llamada de auxilio para que se hagan cargo de sus hijos e hijas. En todos los demás casos, la negligencia marca la senda de miguitas que hace que se dé la voz de alarma y se activen los protocolos. A menudo son los colegios los que cumplen esta labor. Como eje trasversal, el abandono. El abandono de los cuidados más básicos; higiene y nutrición. Pero también el desamparo emocional y educativo. Niños y niñas que, a muy corta edad, han tenido experiencias vitales que los hieren de por vida y que se preguntan incansablemente por qué sus madres y padres no han podido o querido abandonar ese camino que les alejaría de ellos irremediablemente. Quedan abandonados sin una estrella del norte, sin una guía que les ayude a crecer rigiéndose por valores tan importantes como la bondad, la empatía o la idea de justicia. Sin nadie que les quiera, endurecidos a tiernas edades.

 
Suelen ser separados de sus familias de una manera bastante brusca. Un día van al cole y ya nunca más regresan a sus casas. Algunos de estos menores describen ese momento como aterrador. El miedo que sienten es inefable. Tienen 3, 4, 5, 6, 7 años y no tienen ni idea de qué está sucediendo. Su mundo se desmorona, se rompen por dentro más de lo que ya estaban en sus propios infiernos. Porque ese era su hábitat, esas eran sus familias, eso era lo que ellos conocían. Nos gustaría poder decir que estos son los menores afortunados, los que han tenido suerte de salir de sus avernos particulares. Y algunos y algunas lo son, que duda cabe. Pero para muchos y muchas esta es simplemente la segunda parte de su penosa historia. En algunos casos, viven experiencias tan o más traumáticas que aquellas de las que han querido salvarles. La negligencia, el desconocimiento y la dejación de funciones están servidas en algunos de estos mal llamados ‘hogares’. Pero no sucede nada. Nadie sabe nada. Los medios no se ocupan (a no ser que sean casos morbosos y suculentos informativamente hablando, como ocurrió con el caso de las jóvenes prostituidas mientras se encontraban tuteladas por el Gobierno de las Islas Baleares). A nadie le importa.

 
La mayoría vive en centros de acogida; solamente un 15% lo hacen con familias de acogida. Únicamente un 10% de estos menores regresan a vivir con sus familias de manera definitiva. Obtener cifras fehacientes no es fácil. Según datos de un informe elaborado por el Gobierno Vasco, a principios de 2017 en la CAPV había más de 3000 expedientes abiertos de menores de 18 años bajo medidas de protección –guardia o tutela-, y las estadisticas marcan que es un número que va creciendo año tras año.

 
Solo en Bizkaia existen mas de 30 centros de acogida de menores. La mayoría se encuentran ubicados en Bilbao, pero también podemos encontrarlos en algunas poblaciones de nuestro territorio histórico, como son Portugalete, Mungia, Barakaldo o Leioa, por mencionar unas cuantas. Tal y como la propia Diputación nos cuenta, estos se dividen en 4 tipos; centros residenciales: núcleos de convivencia de capacidad comprendida entre 11 y 24 plazas, pisos de acogida: núcleos de convivencia ubicados en viviendas ordinarias, con una capacidad máxima de 10 plazas, centros de preparación a la emancipación: núcleos de convivencia con una capacidad comprendida entre 9 y 30 plazas, y pisos de emancipación: equipamientos residenciales instalados en viviendas ordinarias destinados a adolescentes mayores de 16 años. Los centros residenciales son, como su propio nombre indica, residencias ya existentes que Diputación ha contratado para que albergue a un buen número de estos menores. Todas están dirigidas por personal religioso. Algunas de estas residencia son mixtas, es decir niños y niñas conviven. Algunas son solo para niñas.

 
Durante los últimos años se han llevado a cabo más adopciones internacionales que nacionales (se llaman nacionales pero solo se puede adoptar en la provincia en la que resides) porque existen más posibilidades de adoptar niños y niñas de menor edad, incluso bebés (algo difícil aquí) y porque suele ser un proceso que se resuelve en menos tiempo. Eso sí, hay que pagarlo -la cifra se mueve entre los 20.000/30.000 euros-. En España la adopción es gratuita y además, mientras el o la menor está en régimen de acogimiento (permanente o preadoptivo), la familia recibe una cantidad mensualmente en concepto de manutención.

 
No suele haber demasiado problema con los menores de tres años, porque este es el perfil de lo que las familias demandan; adoptar niños o niñas de hasta tres años que estén sanos. Pasada esa edad, la posibilidad de abandonar esos ‘hogares’ se hace cada vez más remota. La adopción suele pasar por una fase de acogimiento previa a la firma de la misma por parte del juzgado. Acoger y adoptar es lo que como sociedad deberíamos estar llamados a hacer. Esta sí es una labor social. De fondo, de calado. No podemos mirar hacia otra parte. ¿Por qué necesitamos engendrar? ¿Por qué tienen que ser sangre de mi sangre? Hay tantas niñas y tantos niños ahí fuera que necesitan y desean un hogar, que, ¿por qué no dárselo? Compartir la vida con estos niños y niñas no será un camino fácil, seguro que no, pero nos estaremos dando una oportunidad para crecer y para construir un mundo más amable, más justo y más bueno. Eso seguro también. Dejarles al amparo de las instituciones no debería ser una opción.

 
Mientras los organismos del estado sigan trabajando de esta manera, estos menores quedan a merced de la maquinaria burocrática. Y en las instituciones y en las empresas que trabajan para ellas -hay todo un negocio en torno a la protección y el cuidado de la infancia, no lo olvidemos- hay personas. Y esas personas pueden ser buenas y estupendas profesionales o malas personas y deficientes profesionales, es decir, estos menores dependen de que sus monedas caigan de un lado o del otro. Puro azar. Y recordemos que estas personas trabajadoras y/o funcionarias fichan y facturan. Y ese modelo es, a menudo, incompatible con lo que un niño o una niña debería recibir a estas tempranas edades, a saber, seguridad, protección, comprensión y amor. Mucho amor y protección.

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